Buscando la
Cara del Señor
La Pascua es la festividad de esperanza más importante
Una vez más cantamos con entusiasmo pascual: “La lucha ha terminado, la batalla se ha ganado.” Y sin embargo, muchas cosas parecerán seguir su curso el Lunes de Pascua.
La fe de la Pascua eleva nuestros espíritus, pero la fe pascual también es desconcertante. Nacemos de la madre tierra y en ella se nos entierra.
Formamos parte de la tierra a tal punto que no deseamos abandonarla, sin embargo, como dijo alguien alguna vez: “La tierra nos alberga con corazones infinitos, y ¡ay!, lo que nos entrega es demasiado hermoso como para despreciarlo y muy poco para satisfacernos por completo…” La Madre tierra nos ofrece la vida y la muerte, no la una sin la otra.
Esta mezcla de vida y muerte, de alegría y dolor, de actividades emocionantes y deberes tediosos la llamamos cotidianidad. En principio nos encanta, y sin embargo, deseamos algo más.
Anhelamos algo que nos haga más que hermanos y hermanas en el dolor y el sufrimiento, al igual que en los efímeros momentos de alegría. Deseamos una hermandad y una fraternidad que sea más que un sueño pasajero; deseamos que sea realista y duradero.
Una persona llamada Jesús, el Hijo de Dios y también el hijo de esta tierra, develó a un Padre, un Padre como no hay otro, cuyo amor sobrepasa misteriosamente nuestra experiencia pasajera del amor. Él nos entregó una madre, la Iglesia, repleta del espíritu de la vida y de cuyo vientre renacemos todos en el bautismo a una vida que no tendrá fin.
El sufrimiento y muerte que Dios le pidió a su propio Hijo nos proporcionan la única clave que nos ayuda a dar sentido a la tragedia humana que nos rodea.
Una vez más, recorremos en Semana Santa el camino de un hijo inocente de la tierra que sufrió la traición de un amigo y luego se le obligó a sufrir la muerte humillante y tormentosa de un criminal. Y una vez más emergemos de la Semana Santa regocijándonos porque recordamos que hemos sido salvados del pecado y de la muerte. ¡Aleluya!
Una y otra vez recuerdo a todos que nuestra Iglesia se aferra a la tradición de mostrar la cruz con la imagen del cuerpo de Jesús en ella. Mantenemos la tradición de venerar el crucifijo, y no simplemente la cruz. Esta tradición no supone la negación de la victoria de Jesús sobre la muerte, y no se trata de un desplazamiento de la Resurrección en la vida cristiana.
El crucifijo no es un símbolo de muerte, es un símbolo de vida porque se le ve siempre con el resplandor de la Resurrección en torno a ese cuerpo que nació de la tierra, al igual que los nuestros.
Queremos que se nos recuerde que una persona humana real extendió sus brazos sobre la cruz y sufrió tan intensamente porque nos ama. Nuestros crucifijos representan un realismo cristiano sensato sobre la vida y la resurrección, y tocan una fibra sensible en nuestra experiencia humana.
Aun durante la semana de la Pascua nos confrontamos con la realidad cristiana de que nuestra salvación fue obtenida por medio de sudor y sangre reales, por un sufrimiento inimaginable. Somos salvos por un amor doliente. Y ciertamente debemos recordar, aun en estos momentos, que el peor latigazo que recibió Jesús fue la traición de “uno de los suyos.”
Digo esto para todos aquellos que llevan a cuestas una carga de sufrimiento humano muy pesada. El amor de Jesús es para todos nosotros, no para unos pocos. Y lo más importante: él nos demostró que la vida no se acaba cuando volvemos a la tierra.
La Pascua es la festividad de la esperanza. Para aquellos que se enfrentan a la muerte con temor, Jesús demostró definitivamente que por medio de la muerte la vida simplemente cambia, no desaparece. Esta vida que conocemos es simplemente la antesala de algo mucho más hermoso.
Y sin embargo, es cierto, no entendemos el nacimiento y la muerte, no entendemos el renacimiento y la resurrección. Al igual que Pedro mientras se inclinaba para mirar en la tumba vacía, nosotros tan solo podemos maravillarnos. Así, la Pascua es una festividad sagrada de fe gozosa y firme esperanza. ¡La Pascua es la fiesta de esperanza más importante! Para aquellos que se enfrentan a la muerte con temor, Jesús demostró definitivamente que por medio de la muerte la vida simplemente cambia, no desaparece.
Una vez más con corazones serenos, ¡le damos gracias a Dios por el obsequio de nuestra fe pascual! ¡Gracias a Dios por el obsequio de su propio Hijo y por la victoria pascual de Cristo! Le damos gracias a Dios por el obsequio de nuestra Iglesia que transmite el misterio pascual en la vida de los sacramentos y nuestra comunidad de fe, aun en medio del sufrimiento que también pasará.
¡Que Dios los bendiga a todos con la Pascua más alegre! †