Buscando la
Cara del Señor
En el sacerdocio, la oración es siempre el eslabón que une todo lo demás
El 20 de enero de 1987 se anunció mi nombramiento como obispo en Roma, Memphis y Saint Meinrad.
Durante el intercambio de documentos oficiales en aquel momento, se me informó que el Santo Padre, el Papa Juan Pablo II, había solicitado que hiciera énfasis en mi papel como docente.
Una de las formas para lograr mi cometido fue enseñar por medio del periódico semanal católico de la diócesis.
Mis lectores asiduos saben que, sin ningún tipo de vergüenza, me ufano del hecho que en mis 20 años como obispo no he dejado de escribir mi columna semanal.
Lo considero un récord bastante bueno y es evidencia de que disfruto escribiendo la columna. En efecto, yo lo veo como una conversación semanal con una gran concurrencia. Es una oportunidad para enseñar.
Asimismo, pone de manifiesto otro asunto. Poder presentar esta columna semanal, al igual que el resto de las obligaciones que tengo como arzobispo, sería un asunto totalmente distinto si además tuviera que llevar la maravillosa responsabilidad de ser un buen esposo y padre. De ninguna forma podría hacer lo que hago como arzobispo y dedicarle lo justo a una esposa y una familia.
La disponibilidad para el ministerio sacerdotal no es la principal razón por la que la Iglesia Católica Romana nos pide a obispos y sacerdotes que nos dediquemos a una vida de casto celibato. Pero es una buena razón.
Hice la promesa de que el tiempo, el amor, la energía y la atención que un esposo y un padre dedica a su esposa y a su familia, estaría consagrado a servir “al numeroso” pueblo de Dios.
Imitando a Jesús, ese “pueblo” se ha convertido en “padre y madre, hermano y hermana” para mí.
Especialmente en los textos antiguos de nuestra liturgia podemos observar que la relación entre Cristo y la Iglesia se ha identificado siempre con la imagen del novio y de la novia. Los sacerdotes se modelan a semejanza de Cristo por medio de la consagración para que puedan servir en su representación.
De este modo, la relación entre el sacerdote y la Iglesia también puede verse como una relación de esposos. Cuando un obispo se ordena, esta relación se torna aun más evidente al entregársele una alianza que debe llevar como símbolo de su relación conyugal con la iglesia local diocesana.
El sacerdocio nunca ha sido un trabajo de nueve a cinco. El sacerdote lo es las 24 horas del día. El sacerdocio es, primero que nada, un estado de vida, una forma de ser. En ese sentido, no se trata de una carrera o una profesión. Tan sólo tenemos que pensar en las obligaciones derivadas de la ordenación sacerdotal para entender la diferencia.
La primera actividad a la cual el sacerdote se dedica en nombre de todo el pueblo de Dios es rezar por él, en su nombre y junto con él. Es por esta razón que el sacerdote promete rezar la Liturgia de las Horas.
Cuando me consagré como obispo hace 20 años, dije que mi primera obligación para con los fieles de la Diócesis de Memphis era ser un hombre de oración. Muchos dijeron amén a eso. Cuando se me transfirió a la Arquidiócesis de Indianápolis, también vino conmigo esta obligación.
El primer ministerio del sacerdote es la oración. La oración es un ministerio y es pastoral. Es un servicio que generalmente queda oculto y pasa desapercibido; sin embargo, es la articulación de todo lo demás que hace un sacerdote para servir al pueblo de Dios.
Los sacerdotes hacen muchas cosas: predican, enseñan, administran, visitan a los enfermos, ayudan a los pobres. Pero la oración es siempre el eslabón que une todo lo demás.
La vida de un sacerdote tiene una lógica y una coherencia: al igual que Jesús, el celibato, la obediencia y una forma de vida austera, entretejidos por la oración representan la tierra en la cual florece un ministerio sacerdotal provechoso. El celibato forma parte de un todo.
Primero y principal, como testigo, el celibato habla de la vida futura. El reino de Dios “donde toda lágrima será enjugada,” nos llama a surcar el abismo de la muerte.
Sin embargo, Jesús nos enseñó que el reino de Dios también está entre nosotros.
De vez en cuando, especialmente durante la oración o de alguna otra forma, la presencia de Dios es inconfundible. El sacerdote célibe acumula estas señales transitorias de la presencia de Dios en su vida y con ellas, entrega su propia vida a predicar que Dios es completamente real y se encuentra activamente presente en todo momento.
Una forma de vida célibe es un recordatorio extraordinario de que Dios es real y marca una gran diferencia en nuestras vidas.
Cuando un joven comienza a discernir sobre si ha sido llamado al sacerdocio, es importante entender que junto con el llamado al sacerdocio Dios le otorgará la gracia de vivir una vida casta y célibe.
Nunca estamos solos. †