Buscando la
Cara del Señor
Más que simplemente brindar consuelo, Cristo nos ofrece vida eterna
La imagen común de Jesús en el Nuevo Testamento es muy humana.
Es el hijo del carpintero. Es el hijo de María. Se trataba de un hombre que se fatigaba, que perdía la paciencia. Tenía amigos como el resto de nosotros y cuando su amigo Lázaro murió, Jesús lloró. Fue un hombre que sufrió. Fue objeto de burlas y fue azotado; murió en la cruz como un delincuente. Pero también es Dios.
Los discípulos de Jesús se sintieron turbados y desalentados cuando Jesús les contó que debía sufrir y morir a manos de los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas. De modo que, para animarlos, Jesús les permitió entrever su gloria.
A diferencia de lo que ocurrió a los discípulos, recordar a Cristo como un ser penitente y valiente es una fuente de consuelo para nosotros. En nuestras alegrías y en nuestras penas podemos identificarnos fácilmente con él y se nos exhorta a rezarle para pedir su auxilio.
A pesar de ello, resulta beneficioso también que la Iglesia dirija nuestra atención al misterio de la Transfiguración en el segundo domingo de la Cuaresma. Cristo es más que un maestro sufrido, paciente y brillante. Al igual que sus discípulos, debemos saber que es divino. Necesitamos que sea Dios.
El Papa Benedicto XVI señala un punto importante cuando nos recuerda que cada vez más vivimos en una cultura seglar que prefiere excluir a Dios del discurso humano común y de la vida pública.
La cultura predominante asevera que la fe no es algo científico. Dios se relega a la devoción particular.
El ejemplo que cita el Santo Padre es la exclusión intencional de Dios y las referencias a las raíces cristiana de Europa en la Constitución de la Unión Europea. Más cerca de casa, en Indiana, en el pasado reciente, se pasó un mandato judicial mediante el cual en la legislación estatal ya no debe hacer referencia a Cristo en su invocación formal. No es políticamente correcto.
El riesgo que corremos es el siguiente: la exclusión de Dios y la ausencia de Cristo en el discurso público puede afectar nuestra conciencia diaria de Dios. Existe suficiente evidencia histórica que indica que un mundo sin Dios se torna peligroso. Además, no es real.
Existe una razón interior por la cual los católicos y los cristianos necesitamos restituir la comprensión de que el Cristo de nuestra fe es Dios hecho hombre. En época reciente la instrucción catequística ha hecho muchísimo énfasis en el carácter humano de Jesús para ayudarnos a identificarnos más estrechamente con él.
No obstante, necesitamos un salvador divino. La gloria de Cristo debe brillar y brindarnos confianza en nuestra oración. Hoy en día podemos estar agradecidos de que, en estos tiempos de tribulaciones y necesidad, tenemos a alguien que nos ofrece más que un simple consuelo. Tenemos a Cristo a quien se le ha otorgado todo el poder en el Cielo y en la Tierra.
Y por consiguiente, resulta oportuno que el misterio de la Transfiguración nos transporte a la montaña y nos ayude a recordar, una vez más, aquello que es importante tanto en la vida, como en la muerte.
Al igual que ocurrió a Pedro, Santiago y Juan, ver la divinidad de Jesús por un breve y resplandeciente instante nos asegura que la plenitud del amor, en efecto, vence sobre el dolor y el poder del mal.
Día tras día vemos las distintas caras del mal. El próximo domingo se nos recuerda con vehemencia que debemos buscar el rostro de Jesús. Se nos recuerda que compartimos la gloria y la plenitud del amor de Dios. Se nos recuerda que la vida y la realidad van mucho más allá de lo que podemos ver.
Pero, ¡qué fácil resulta olvidar en nuestra cultura! Podemos confundirnos, como les sucedió a Pedro, a Santiago y a Juan. El rostro del Señor Jesús se pierde en medio de la multitud. El dolor y el sufrimiento, así como todo tipo de máscaras pintadas, esconden la gloria sencilla del rostro y la presencia de Dios que nos rodean.
En el sacramento de la Eucaristía se nos presenta tanto el Cristo del sufrimiento humano, como el Cristo del poder gozoso. Como cristianos debemos establecer contacto con el Cristo humano y poderoso.
La celebración de la Cuaresma de la divinidad de Jesús, en medio del sufrimiento, nos brinda la oportunidad de renovar nuestra fe en la constancia del amor de Dios. Y tenemos la oportunidad de renovar nuestra misión cristiana para llevar a Cristo al prójimo, el Cristo que sufre y el Cristo jubiloso. ¡Qué gracia tan maravillosa de la Cuaresma: recordar más claramente que tenemos a un Dios que nos ama!
Actuemos guiados por esa gracia. Agrego una recomendación final para nuestra reflexión durante la Cuaresma: los animo a expresar intencionalmente y a diario nuestra fe y la dependencia de la divinidad de Cristo.
Y cuando exista la oportunidad, los exhorto a defender a Dios en público. †