Buscando la
Cara del Señor
Con el Espíritu Santo en verdad podemos vivir nuestra misión cristiana
El Domingo de Pentecostés cierra la gran temporada de la Pascua.
En el Evangelio según San Juan leemos: “Al atardecer de aquel primer día de la semana, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada por temor a los judíos” (Jn 20:19).
Según la tradición, el salón donde los discípulos esperaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos era el cenáculo, el salón en la parte superior donde Jesús y los Doce, la noche antes de su muerte, celebraron la Pascua del nuevo orden.
En Tierra Santa hay iglesias y santuarios construidos en los lugares de la Anunciación, la Visitación, el Nacimiento, Getsemaní, el Santo Sepulcro y la Resurrección, entre otros.
Pero el legendario local del cenáculo, el salón localizado en la parte superior donde se instituiría la Eucaristía y el sacerdocio, el salón en el cual comenzó la era de la Iglesia con el descenso del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos con María, la Madre del Señor, el legendario lugar de Pentecostés, no está señalado con ninguna iglesia ni santuario. Hoy en día se rememora el local del cenáculo, pero no mediante una iglesia.
Puedo ver cierta pertinencia en el hecho de que el lugar de la institución de la Eucaristía, en el cual la Iglesia se hace más visible sacramentalmente, y el lugar donde el Espíritu Santo descendió sobre María y los Doce y, en consecuencia, concedió el poder a la Iglesia para sacar adelante el mandato de Cristo de evangelizar el mundo, no estuviera señalado con algún santuario en particular. El misterio eucarístico y la presencia del Espíritu Santo son dones universales, presentes para siempre dondequiera que la Iglesia se reúna, incluyendo nuestras iglesias parroquiales.
Pentecostés era una de las tres festividades judías más importantes. Se sabe que esta fiesta se originó a partir de una antigua celebración de acción de gracias, como muestra de gratitud a Dios por la cosecha anual que estaban a punto de recoger.
Más adelante, se le añadió otra intención: se conmemoraba la promulgación de la Ley que Dios entregó a Moisés en el Monte Sinaí. Esta celebración tenía lugar 50 días después de la Pascua.
Juan relata que los apóstoles estaban esperando en un salón oculto y con las puertas cerradas por temor. Esperaban el don del Espíritu Santo que Jesús había prometido. Esperaban que el don de su Espíritu les ayudara a comprender el significado de sus palabras, a entender el significado de su vida, muerte y resurrección.
Habían estado en el monte con Jesús. Lo habían visto ser víctima de la traición, sufrir y morir. Sabían que había resucitado. Sabían que se había ido a preparar un lugar para ellos y sabían que él enviaría el don del Espíritu Santo para ayudarles a recordar y a comprender todo lo sucedido.
La fiesta de Pentecostés completa la historia de la Pascua. En un salón con las puertas cerradas, los discípulos esperan el don del Espíritu Santo como comunidad en la oración, para que les guíe mientras caminen por la senda de Jesús y para difundir la misión por todo el mundo.
¿Qué significado tiene esta fiesta para nosotros? Quiero destacar tres aspectos del mensaje de Pentecostés.
Primero, la importancia de la labor de la espera en la vida cristiana. Después de que Jesús se sentara a la derecha del Padre, los discípulos esperaron a que el Espíritu Santo les facultara para proseguir con su misión de bautizar, enseñar y predicar el perdón de los pecados.
Segundo, el miedo forma parte de la vida. “Esperaban a puertas cerradas”, incluso después del saludo pascual de Jesús: “No teman”. El papel del Espíritu Santo con los dones del valor y la fortaleza son cruciales si queremos apreciar el significado de nuestras vidas y nuestra misión cristiana; y el temor servil de la vida humana da paso a un temor honesto e integral: el temor reverencial al Señor, nuestro Dios.
En tercer lugar tenemos la necesidad recurrente de regresar al cenáculo, a puertas cerradas; necesitamos ir a un lugar en el que los dones de la sabiduría y del entendimiento del Espíritu nos ayuden a reflexionar sobre las experiencias en la montaña de nuestras vidas con Cristo.
En contraste, también me aflige nuestra impaciencia para esperar; me aflige la tentación de querer evitar o de no llegar a comprender la clave del significado de nuestras vidas con Dios.
Existe el desasosiego en el silencio del salón, a puertas cerradas; en ocasiones preferimos no recordar, no esperar ni prestar atención al movimiento del Espíritu ni a la voz del Señor. A veces tendemos a estar demasiado ocupados preocupándonos por muchas otras cosas.
En Pentecostés revivimos la espera de la venida del Espíritu Santo de los Doce junto con María. Se nos brinda la oportunidad de renovar nuestra valoración de la presencia del Espíritu Santo entre nosotros. †