Buscando la
Cara del Señor
La identidad del obispo tiene sus raíces en el misterio de Cristo
A mediados de julio y en mi calidad de arzobispo, tendré el honor de ordenar al obispo designado Timothy L. Doherty como el nuevo obispo de la Diócesis de Lafayette.
Los obispos se ordenan como sucesores de los Apóstoles. Resulta maravilloso caer en cuenta que la sucesión apostólica continúa en nuestros días.
Al ordenar a un sucesor de los Apóstoles no podemos evitar pensar en los Doce Apóstoles quienes vertieron la sangre de sus vidas por amor a Cristo y a la comunidad de creyentes. Sus vidas variopintas constituyen un estupendo testimonio de que Dios hace cosas fantásticas por nosotros, a pesar de la pobreza de nuestra humanidad. Mi predecesor, el arzobispo Edward T. O’Meara solía decir: “¿Acaso no es maravilloso todo lo que hace Dios pese a nosotros mismos?”
Hablando acerca del oficio del obispo y del sacerdote en su carta apostólica sobre la formación sacerdotal, el difunto papa Juan Pablo II citó a San Agustín, quien se dirigía a los obispos en una conmemoración del martirio de San Pedro y San Pablo hace siglos: “Somos tus pastores, en ti recibimos sustento. Que el Señor nos dé la fortaleza para amarte al extremo de morir por ti ya sea de hecho o en deseo”.
En ocasiones se nos pregunta: “¿Cómo es ser obispo en la actualidad? ¿Qué es necesario para serlo?”
Un obispo debe ser fuerte. El obispo es un mártir, no en el sentido de la autocompasión, sino en el sentido original de la palabra griega: es un testigo, al igual que Pedro, que expresa con su propia vida “tú eres Cristo, ¡el Hijo del Dios Vivo!”
En un mundo secularizado que cree únicamente en lo que ve, el obispo es un testimonio del Misterio mediante su consagración y sus obras. La propia vida y la identidad del obispo, así como también la de los sacerdotes, tiene sus raíces en el orden de la fe, la orden de lo no visto, y no en el orden de los valores seculares.
Así pues, en una sociedad secular, resulta enorme el desafío de ser un líder espiritual y moral. Por encima de todo, esto significa que la propia vida del obispo es testimonio de que nuestra familia humana necesita a Dios en un mundo que a menudo cree lo contrario. Los obispos y sacerdotes son sacramentos visibles del sacerdocio de Jesucristo en un mundo que necesita ver, oír y escuchar a Jesús y que ya no está seguro de poder hacerlo.
En segundo lugar, en un mundo dividido, el obispo, junto con los sacerdotes de la diócesis es el siervo de la unidad. Edificamos la unidad y la comunión de dos formas: promoviendo la unidad de la fe de la Iglesia y proclamando la unidad en la caridad de Cristo.
El obispo es un humilde servidor de la unidad; sin ella no se puede servir ni se puede construir la comunidad. En una nota con motivo de mi aniversario de plata como sacerdote, la Beata Madre Teresa de Calcuta escribió: “Sé humilde como María y serás santo como Jesús”.
Tercero, en un mundo donde tantas personas no conocen a Cristo, el obispo es el maestro líder de la diócesis en la persona de Cristo el Maestro. Y por tanto, al igual que los Apóstoles, al obispo se le impone, por ordenación episcopal, ser un sacramento vivo del Misterio Pascual de Dios; ser un humilde servidor de la unidad del Cuerpo de Cristo y ser Maestro en la Persona de Cristo, la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia.
Cuando decimos que un obispo o sacerdote es primero y principal un testigo del misterio, decimos que debe ser capaz de vivir el misterio pascual de modo tal que guíe al pueblo de Dios a participar en él. Eso tiene muchas connotaciones. Los obispos y los sacerdotes entienden que en el corazón del Misterio Pascual se erige la Cruz de Cristo.
La identidad de la Iglesia tiene sus raíces en el misterio de Dios. La identidad de la comunidad de oración tiene sus raíces en el misterio de Dios. La identidad del obispo y del sacerdote tienen sus raíces en el misterio de Dios. No podemos explicar ni comprender la Iglesia, ni la adoración, ni tampoco el ministerio ni la identidad sacerdotal desvinculados del misterio de Cristo. Esa no es la forma secular y por tanto, a menudo se nos malentiende.
El único motivo que impulsa el llamado al ministerio en la Iglesia es el amor de Jesucristo, y el amor por él nos lleva a un amor pastoral por el pueblo de Dios.
El amor a Dios y la fe en que Él cuida de nuestra familia humana es el motivo que nos conduce a querer servir y no a ser servidos. El amor pastoral de Cristo en nosotros sirve a los fines de la unidad y la comunión en la Iglesia, en un mundo dividido.
La vida del obispo puede llegar a ser un desafío abrumador. La gracia de Dios le fortalece hoy en día, al igual que fortaleció a los Doce Apóstoles originales. †