Buscando la
Cara del Señor
Nuestra familia de la Iglesia incluye a nuestros hermanos inmigrantes
El servicio católico de noticias publicó recientemente un artículo noticioso titulado “ ‘Bebés ancla’: ¿a punto de desaparecer?”
“En esta reñida temporada de elecciones, un asunto que mantiene el calor del debate ha sido la insinuación por parte de miembros del Congreso de que Estados Unidos elimine la nacionalidad por nacimiento, según se define en la Enmienda 14 de la Constitución,” señala el artículo.
“Si bien la cuestión viene cargada del furor propagandístico de los ‘bebés ancla’ y la teoría de que negar la nacionalidad a todos los recién nacidos de algún modo disminuirá la cantidad de personas que se encuentran en el país sin un estatus legal, un nuevo estudio demuestra que dicho cambio en la legislación produciría el efecto contrario.”
La Enmienda 14 fue sancionada en 1868 fundamentalmente para garantizar plenos derechos a los antiguos esclavos. Los esfuerzos actuales por cambiar la enmienda se concentran en la frase de la enmienda que dice que la nacionalidad se concede a todo aquel que nazca en el país y esté “sujeto a la jurisdicción” de Estados Unidos.
Tres proyectos de ley que se presentaron ante la Cámara de diputados en esta sesión intentan reinterpretar la enmienda mediante un acto del Congreso para excluir a los hijos de las personas que se encuentren aquí ilegalmente.
“Se argumenta que la enmienda atrae a las personas para que ingresen ilegalmente en el país y tengan hijos aquí de modo que esos ‘bebés ancla’ puedan proporcionar a sus padres y demás parientes la residencia legal en EE.UU. y la nacionalidad estadounidense”, prosigue el artículo.
“La realidad es que sólo después de que un niño cumple los 18 años puede pedir que sus padres se conviertan en residentes legales y aún así, los solicitantes deben esperar su turno en la fila y cumplir con todos los requisitos, como por ejemplo una investigación de antecedentes.”
El hecho es que debemos corregir las leyes migratorias que existen hoy en día, pero debemos hacerlo respetando a los inmigrantes legales e ilegales.
En su primera encíclica, “Deus Caritas Est” (“Dios es amor”), el papa Benedicto XVI nos recuerda que existe una conexión íntima e indestructible entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Porque Dios nos amó primero, completa e incondicionalmente, estamos obligados a amarnos los unos a los otros. Y al amar al prójimo nos encontramos con Cristo.
¿Quién es el prójimo? No se trata simplemente de alguien conocido y que tenemos cerca. No es sencillamente alguien que comparte mis características étnicas, sociales o raciales.
En el Evangelio descubrimos que el prójimo es todo el que esté necesitado, incluyendo a los indigentes, a los hambrientos, a los enfermos o a los que están en la cárcel. El prójimo podría ser un completo extraño cuya procedencia, experiencia o situación social son muy distintas a las nuestras.
La visión católica se basa en la unión en la diversidad. Si retrocedemos en la historia, ha habido oleadas de inmigrantes que han modelado el carácter de nuestra nación y de nuestras iglesias locales.
Como comunidad, apoyamos enérgicamente el derecho y la obligación de nuestro país de proporcionar fronteras seguras para la protección del pueblo y contra aquellos que nos perjudicarían. Al mismo tiempo, rechazamos las posturas o las políticas antiinmigrantes, nativistas, etnocentristas o racistas. Dichas perspectivas tan estrechas y destructivas son profundamente anticatólicas y antiestadounidenses, ya que se oponen a los principios de la dignidad y de la libertad humana que constituyen la base de nuestra forma de vida estadounidense: una forma de vida que históricamente se ha extendido a todo aquel que llega a nuestras costas procurando la vida, la libertad y en busca de la felicidad en una sociedad justa y próspera.
Las posturas divisorias y tendientes a la exclusión también son profundamente anticatólicas ya que niegan la dignidad de personas que están hechas a imagen y semejanza de Dios. Asimismo, contradicen la unidad y el catolicismo esenciales a los cuales estamos llamados como miembros de la única familia de Dios.
Se debe dar la bienvenida a todos los miembros de la comunidad católica en Indiana, independientemente de su lugar de origen, herencia étnica o cultural, posición económica o social, o estatus legal, como si se tratara del propio Cristo. Los nuevos inmigrantes nos recuerdan nuestra herencia ancestral como hijos de inmigrantes y de nuestra herencia bautismal como miembros del cuerpo de Cristo.
El 22 de enero de 1999, en la Ciudad de México, el papa Juan Pablo II se paró debajo de la figura de Nuestra Señora de Guadalupe y proclamó un mensaje de esperanza para todos los pueblos y naciones de América.
En su carta apostólica, “Ecclesia in America” (“La Iglesia en América”), el difunto Santo Padre habló acerca de los diversos dones y talentos de nuestro pueblo, de la belleza natural y de los vastos recursos de nuestra tierra y de la cantidad de culturas y tradiciones peculiares que han contribuido a la forma como se vive la vida en nuestros grandes centros metropolitanos, pequeños pueblos y poblados rurales.
Como miembros de una familia, el papa Juan Pablo nos recordó que estamos llamados a la conversión, a la comunión y a la solidaridad como hermanos en Cristo.
Entiendo que para algunos de nosotros resulta difícil adoptar la visión católica.
Sin embargo, debemos hacerlo si deseamos ser coherentes con nuestra fe. †