Cristo, la piedra angular
Creemos que la muerte no es el final de la vida sino un nuevo comienzo
“Él transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio” (Fil 3:21).
La lectura del Evangelio del Segundo Domingo de Cuaresma (Lc 9:28b–36) nos ofrece una rara perspectiva sobre la vida después de la muerte. Sabemos muy poco de lo que sucede inmediatamente después de morir, pero una de las imágenes más constantes utilizadas en la Sagrada Escritura y en el testimonio de quienes creen haber experimentado brevemente la muerte y luego han vuelto a la vida, es la de una luz extremadamente intensa.
De una forma u otra, la vida después de la muerte a menudo se ilustra como una experiencia luminosa y más reveladora que las experiencias “ordinarias.” Los cristianos creemos que la vida, tal como la conocemos, se queda corta en comparación con la vida eterna que experimentan los que se han unido a Cristo en el cielo. Si bien nuestra existencia terrenal se ve opacada y oscurecida por las realidades del pecado y el sufrimiento, la vida a la cual estamos llamados se vuelve infinitamente más brillante gracias a la alegría y la paz que han experimentado todos los santos.
En el relato de la transfiguración, san Lucas nos dice que el rostro de Jesús “cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante” (Lc 9:29). También nos dicen que las dos figuras que aparecieron con él, Moisés y Elías estaban “revestidos de gloria” (Lc 9:31), lo que significa que resplandecían con luz y belleza.
¿Por qué Jesús mostró su gloria a Pedro, Santiago y a Juan en este momento específico de su travesía hacia su pasión y muerte? ¿Acaso intentaba sacarlos de su comodidad, tal como lo expresaría el papa Francisco, para ayudarlos a ver a través de él que algo extraordinario estaba sucediendo?
Como es característico en él, Pedro reacciona de forma audaz e impulsiva: desea construir tres santuarios para dejar una huella indeleble del lugar donde Jesús se transfiguró junto con dos personajes muy importantes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías. San Lucas nos dice que Pedro no tenía idea de lo que proponía; no era el momento adecuado. Antes de ello, Jesús tendría que soportar un gran sufrimiento y la muerte. Para él, al igual que para nosotros, el camino hacia la gloria solo puede alcanzarse a través de la cruz.
Después de su resurrección, el Evangelio nos dice que el aspecto de Jesús cambió. A menudo sus discípulos no lo reconocían hasta que realizaba alguna acción o daba algún signo que revelara su identidad. María Magdalena pensó que era el jardinero; los discípulos de camino a Emaús pensaron que se trataba de otro viajero. Hasta que no les mostró las marcas de los clavos en sus manos y pies, los discípulos que estaban escondidos a puertas cerradas no lo reconocieron.
La paradoja de la apariencia del Señor resucitado es que era la misma, pero distinta. Su cuerpo era el mismo, pero después de la resurrección estaba glorificado, resplandecía, irradiaba y estaba iluminado, no necesariamente de un “blanco enceguecedor” en apariencia exterior, pero ciertamente había cambiado en el interior y reflejaba su drástico cambio de circunstancias.
En la segunda lectura del próximo domingo (Fil 3:17-21), san Pablo nos dice que lo que los apóstoles vivieron inmediatamente después de su resurrección es nuestro destino como discípulos fieles. “Nosotros somos ciudadanos del cielo—escribe san Pablo—y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio” (Fil 3:20-21).
Es por esto que proclamamos nuestra fe en la resurrección del cuerpo y también el motivo por el cual creemos en la comunión de los santos: todos los miembros del cuerpo de Cristo, vivos y difuntos, unidos en gloria en el Día Final.
Nuestro recorrido cuaresmal hacia la Pascua es un signo sacramental de nuestro camino hacia el cielo que todos estamos llamados a hacer a lo largo de la vida. Nos sometemos a los sacrificios cuaresmales de la oración, el ayuno y la limosna para prepararnos para la alegría de la Pascua. Soportamos los días y noches oscuros de la vida para estar listos para la maravillosa luz blanca que nos espera al final de nuestra peregrinación terrenal.
La historia de la transfiguración de nuestro Señor nos otorga una visión llena de esperanza de la gloria que puede ser nuestra si seguimos a Jesús en el camino de la cruz. Oremos durante esta temporada de Cuaresma para tener la confianza de seguir adelante hacia la luz naciente que simboliza nuestra celebración de la Pascua.
Aprovechemos también este destello de nuestra gloria futura como motivación para abandonar nuestra comodidad, entregarnos a nuestra travesía llena de esperanza y convertirnos en la luz de Cristo para todos los que encontramos a lo largo del camino. †