Cristo, la piedra angular
Siempre disponemos del milagro del perdón
“Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados” (Jn 20:21-23).
Esta semana celebramos el más grande de todos los relatos milagrosos que jamás se haya contado. Dios encarnado sufrió y murió por nosotros; superó los horrores de la muerte y abrió de golpe las puertas del infierno.
Con su resurrección de entre los muertos Cristo nos aseguró que a nadie que se arrepienta y busque el perdón se le negará la experiencia de la alegría eterna, y el milagro de la Pascua fue el acto supremo de perdón. De esto trata la Divina Misericordia que celebramos con alegría este fin de semana, el segundo domingo de Pascua.
Las lecturas de las Escrituras para el Domingo de la Divina Misericordia hablan de los numerosos milagros, o signos, que realizaron Jesús y sus discípulos una vez que el Señor ascendió al cielo y envió al Espíritu Santo para guiar, animar y apoyar a sus seguidores. Como leeremos en los Hechos de los Apóstoles:
“Por medio de los apóstoles ocurrían muchas señales y prodigios entre el pueblo [...] Era tal la multitud de hombres y mujeres que hasta sacaban a los enfermos a las plazas y los ponían en camillas para que, al pasar Pedro, por lo menos su sombra cayera sobre alguno de ellos. También de los pueblos vecinos a Jerusalén acudían multitudes que llevaban personas enfermas y atormentadas por espíritus malignos, y todas eran sanadas” (He 5:12, 15-16).
Aquí se producen varios milagros. Los Apóstoles, que eran tan tímidos e inseguros que huyeron de la escena de la crucifixión del Señor, ahora pueden curar a los enfermos y ahuyentar a los “espíritus malignos” en el nombre de Jesús. Y Pedro, que negó conocer a Jesús pero luego se arrepintió y fue perdonado, tan solo tiene que proyectar su sombra sobre los enfermos para lograr una sanación milagrosa. Seguramente son indicaciones de que la resurrección del Señor de entre los muertos lo ha cambiado todo para quienes creen en él.
La segunda lectura del Domingo de la Divina Misericordia procede del Libro del Apocalipsis (Ap 1:9-11, 12-13, 17-19), que contiene la misteriosa visión confiada al apóstol san Juan cuando era un anciano encarcelado en la isla de Patmos.
Juan nos dice que “en el día del Señor vino sobre mí el Espíritu” (Ap 1:10) y en ese estado de éxtasis oyó detrás de él “una voz fuerte, como de trompeta” (Ap 1:10) que decía: “Escribe en un libro lo que veas»”(Ap 1:11). Juan vio al propio Señor:
“Al verlo, caí a sus pies como muerto; pero él, poniendo su mano derecha sobre mí, me dijo: “No tengas miedo. Yo soy el Primero y el Último, y el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno. Escribe, pues, lo que has visto, lo que sucede ahora y lo que sucederá después” (Ap 1:17-19).
Sabemos que Juan cumplió fielmente la orden del Señor. A través de sus cartas, de su Evangelio y del Libro del Apocalipsis, se nos han dado relatos de testigos oculares de los milagros que Dios realizó a través de su Hijo unigénito, y de los asombrosos signos y prodigios realizados por aquellos a quienes se les encomendó completar la misión de Cristo en la Tierra.
De hecho, a nosotros, que somos pecadores, se nos da el poder de perdonar a los demás precisamente para que podamos ser instrumentos de la curación y la misericordia de Dios en nuestro mundo.
En el Evangelio del domingo (Jn 20:19-31), Jesús nos dice explícitamente: “A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados” (Jn 20:23).
Los que queremos seguir a Jesús como miembros de su Iglesia debemos ser ángeles de la misericordia; debemos aprender a dejar de lado el resentimiento y el deseo de venganza. No debemos ser personas sentenciosas que miran con desprecio a personas o grupos que consideramos indignos.
Únicamente al reconocer humildemente nuestra propia indignidad, y confiar en la gracia de Dios para que haga por nosotros lo que somos incapaces de lograr nosotros mismos, podemos realizar las obras de misericordia espirituales y corporales que Cristo nos pide que hagamos en su nombre.
San Juan nos dice que Jesús “hizo muchas otras señales” (Jn 20:30) mientras vivió entre nosotros. Los que buscamos ser cristianos fieles (discípulos que creen en Jesús aunque no lo hayamos visto con nuestros propios ojos) creemos que Cristo sigue obrando milagros de curación y esperanza a través de nosotros.
Somos los beneficiarios de la Divina Misericordia; hemos sido perdonados y redimidos. Nuestro reto en este Domingo de la Divina Misericordia es abrir nuestros corazones al don del Espíritu Santo y perdonar a los demás como hemos sido perdonados, para que tengamos vida en el nombre de Jesús. †