Cristo, la piedra angular
Abramos la mente y el corazón a la gloria de Dios
“Y desde la nube se oyó una voz que decía: ‘Éste es mi Hijo amado. ¡Escúchenlo!’ ” (Mc 9:7).
La lectura del Evangelio del segundo domingo de la Cuaresma (Mc 9:2-10) narra la transfiguración del Señor según san Marcos. Jesús invita a sus amigos más íntimos, Pedro, Santiago y Juan, a viajar con él a un monte alto para orar. Mientras estaban allí, san Marco sencillamente relata que “se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron resplandecientes y muy blancos, como la nieve. ¡Nadie en este mundo que los lavara podría dejarlos tan blancos!” (Mc 9:2-3)
El tipo de transformación exterior, física, que se describe aquí—la ropa resplandeciente y muy blanca—pretende revelar la belleza interior, espiritual, del hombre, Jesús, que es el Hijo amado de Dios. Su santidad es deslumbrante, pura e inmaculada más allá de toda descripción. Su bondad y su amor son infinitos, y destaca entre todas las grandes figuras de Israel como el ungido, el Mesías largamente esperado al que acompañan aquí Moisés el libertador y Elías el profeta.
Los tres Apóstoles son testigos de un gran misterio, la gloriosa Encarnación de la segunda persona de la Santísima Trinidad.
Durante este momento de transfiguración, el Espíritu Santo se cierne sobre ellos en forma de nube y entonces el Padre habla y les ordena a los Apóstoles (y a todos nosotros) que escuchen profundamente las palabras de su Hijo y reconozcan la gloria del Señor que se manifiesta en él.
Se trata de un momento extraordinario en la historia de nuestra salvación, una experiencia que trasciende la vida cotidiana de los tres Apóstoles que han sido llamados a “ver” lo que normalmente no es visible para nosotros, los seres humanos. Ven al Señor en su estado glorificado, que es otra forma de decir que pueden reconocer en él un nivel de profundidad y poder espirituales que es sencillamente divino. La respuesta de San Pedro es típica de él:
Pedro le dijo entonces a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es para nosotros estar aquí!. Vamos a hacer tres cobertizos; uno para ti, otro para Moisés, y otro para Elías”. Y es que no sabía qué decir, pues todos estaban espantados” (Mc 9:5-6).
Como ocurre a menudo en el Evangelio, los instintos de Pedro son acertados, pero no alcanza a comprender. Para hacer frente a su miedo y asombro, Pedro quiere normalizar la experiencia y se le ocurre hacer tres tiendas. Al designar este lugar como un sitio donde los peregrinos pueden venir a orar y conmemorar este acontecimiento, espera dar sentido a lo que acaba de presenciar. Jesús quiere que este momento de profunda intimidad permanezca en secreto hasta después de haber resucitado de entre los muertos y solo entonces se aclarará todo su significado.
La gloria que se vislumbra en la Transfiguración del Señor únicamente puede entenderse a la luz de su pasión, muerte y resurrección. Incluso entonces, la revelación plena de la majestuosa belleza de Dios solamente podrá verse en la próxima vida.
Según el Catecismo de la Iglesia Católica:
A causa de su transcendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica” (#1028).
Durante un breve instante, Pedro, Santiago y Juan tienen la capacidad de “ver a Dios” tal y como se manifiesta en su Hijo encarnado. Luego de la resurrección del Señor, su experiencia ha quedado plasmada en los relatos evangélicos de la Transfiguración para que todos podamos vislumbrar la gloria que se reveló aquel día.
Nosotros, que hemos sido bautizados y bendecidos para participar en la vida sacramental y litúrgica del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, compartimos el testimonio de la gloria del Señor. Cada vez que recibimos la sagrada Comunión, se nos ofrece el mismo tipo de encuentro íntimo con Jesús transfigurado que experimentaron sus amigos más cercanos en aquel monte alto. Cuando lo adoramos en el Santísimo Sacramento, Jesús nos invita a verlo como realmente es: el santo de Dios que nos ha salvado del pecado y de la muerte.
Mientras continuamos nuestra observancia de la Cuaresma en este tiempo de Renacimiento Eucarístico Nacional, pidamos a la Santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) que nos ayude a abrir los ojos para que podamos ver a Dios tal como es. Que aprendamos a escuchar al Hijo amado del Padre con el corazón y la mente abiertos.
Hemos tenido la bendición de ver a Dios con los ojos de la fe. Que los atisbos que se nos dan ahora nos preparen para el gozo supremo de la visión beatífica para que en todas las cosas Dios sea glorificado. †