El consejo de una madre y los ojos de la fe ayudan a un joven adulto a encontrar su camino hacia Dios
Saul Llasca habla durante un evento. (Foto por Natalie Hoefer)
(Nota del editor: En esta serie,
The Criterion presenta a jóvenes adultos que han encontrado un hogar en la Iglesia y se esfuerzan por vivir su fe en la vida cotidiana.)
Por John Shaughnessy
Hay momentos entre una madre y un hijo que pueden parecer ordinarios a ojos de los demás, pero que son especiales e incluso sagrados para las dos personas que los comparten.
Para Saúl Llacsa, de 34 años, uno de esos momentos llegó cuando tenía 7 años y marcó su vida desde entonces, especialmente en las situaciones más difíciles que ha tenido que soportar.
Al recordar su crianza en Bolivia, Llacsa recuerda ese momento sagrado como parte de una época en la que, pese a que sus padres eran “muy pobres,” hacían todo lo posible para ofrecer oportunidades a sus ocho hijos y ayudarlos a entender lo que es más importante en la vida.
“Creo que todo se inicia en la familia,” afirma. “Un día, cuando tenía 7 años, mi madre me llevó a la iglesia y me dijo que cuando sientas que algo en tu vida se derrumba, solo tienes que ir a la iglesia y hablar con Dios.” Me dijo: “Él está aquí. No tienes que venir con mamá. Puedes venir tú solo.
“Y eso hice. Pasó a ser una rutina en mi vida. Todos los viernes, después de la escuela, iba a la iglesia: ‘Oye, Jesús, ¿cómo estás? ¿Qué tal va tu día?’ Le hablaba de lo que estaba pasando en mi vida como a un amigo. Entonces empecé a tener una relación con él, sentía que podía confiarle todo.”
Se apoyó especialmente en esa relación cuando tenía 23 años, en 2010, año en que murió su padre, seguido nueve meses después por la muerte de su madre.
Al hablar de ese año, a Llacsa, el coordinador de la pastoral hispana de la Arquidiócesis de Indianápolis, se le desbordan las emociones. Con los ojos llenos de lágrimas, coge un pañuelo de papel y luego otro; a continuación, comparte algo sorprendente.
Un giro drástico
“No lloro por perder a mis padres. Hicieron una labor estupenda. Fueron personas increíbles,” dice. “Lloro de felicidad. Lloro más por lo que vino después.
“Durante ese año, es curioso que nunca me sentí solo, aunque la ausencia de mis padres fuera tan dolorosa. Dios y la Madre Iglesia nunca me dejaron caminar en soledad. Es como si me hubiera dicho, ‘tú perdiste a tus padres, pero yo estoy aquí. Nunca dejaré que te quedes huérfano. Si tus padres no están, yo estoy aquí para cuidarte’. La Iglesia me enseñó que iba a cuidarme de formas que nunca imaginé. Esto es la fe para mí: confiar en Dios ante cualquier adversidad.”
El camino de Llacsa hacia ese punto de fe y confianza en Dios dio un giro drástico en 2011.
Para entonces, se había graduado de la universidad y de la facultad de Derecho en Bolivia, y su plan de vida incluía mudarse a Chicago para asistir a una escuela para poder dominar el idioma inglés. Luego usaría esa habilidad para volver a trabajar en el bufete de su hermano en Bolivia y ayudar a expandir el negocio familiar en el ámbito del derecho internacional.
Después de compartir esos detalles, Llacsa sonríe. Luego su sonrisa se convierte en una carcajada cuando dice: “Dios tenía otro plan.”
Mientras vivía en Chicago, Llacsa comenzó a asistir a la misa diaria en una iglesia donde conoció a algunos sacerdotes que eran latinos.
“Uno de ellos me dijo que quería presentarme a un sacerdote de la Arquidiócesis de Nueva York,” recuerda. “Era el rector del seminario de allí. Hablamos por teléfono seis o siete veces. Me preguntó si quería ir a Nueva York a hacer un retiro. Le dije: ‘¿Por qué no?’
“Tenía un vacío en mi vida, y ese vacío era infinito. Podrías echar lo que quisieras en ese agujero: dinero, mujeres, tu carrera. Pero es infinito. Nadie va a llenar ese agujero. Entonces empecé a darme cuenta de que si ese agujero era infinito, necesitaba algo infinito para llenarlo. Y eso es Jesús.”
Cuando Llacsa terminó el retiro, el rector lo invitó a ingresar en el seminario al mes siguiente. Llacsa lo consultó con su familia, y le dijeron que siguiera su corazón. Lo hizo. Y entró en el seminario.
Un camino marcado por el propósito y el dolor, hacia la esperanza del cielo
“Nunca me había sentido así en la vida,” recuerda. “Siento que tengo un propósito en la vida. Siento que puedo hacer algo. Mi vocación era servir a mi pueblo. Me sentía bien por conocerlo. Tener una relación. Hablando con él todos los días.”
Sin embargo, tras seis años de formación para ser sacerdote, tomó la difícil decisión de dejar el seminario.
“En ese momento, no sabía qué iba a hacer,” dice. “Volví a Chicago para estar con la familia. Fue una época muy dura. Esos seis años me cambiaron la vida. Antes era salvaje. Encontré un propósito en mi vida. Hasta hoy, sigo haciendo mis oraciones.”
También se ha mantenido centrado en su relación con Dios.
“No tienes que ser sacerdote para servir a Dios,” dice. “Puedes ser abogado, puedes ser enfermero, puedes ser médico, puedes ser lo que quieras, pero también puedes servir a Dios al mismo tiempo.”
En 2017, Llacsa se trasladó a Indianápolis para servir como coordinador del ministerio hispano de la arquidiócesis. Durante sus casi cuatro años en ese puesto, su principal objetivo ha sido “acercar a la gente a Dios.” También se esfuerza por que los latinos “compartan nuestros valores y nuestra fe para que podamos hacer una Iglesia mejor, más acogedora e integrada, una Iglesia con diversidad.”
Una de sus experiencias más memorables ha sido ayudar a organizar un campamento para unas 230 familias hispanas, llevándolas a la naturaleza durante dos días para centrarse en su relación con Dios. Celebraron la misa, se confesaron, compartieron historias de fe, todo con la esperanza de construir una comunidad que mantuviera a Cristo como el centro de sus vidas.
“Necesitamos esa comunidad. La comunidad es donde está Dios,” dice.
“A la gente le encantó ese campamento. Esa ardua labor dio sus frutos, según las cartas que recibimos. Eran cartas de afirmación. Cuando llegue al cielo, llevaré esas cartas conmigo. Le diré a Dios: ‘Esto es lo que hice por ti.’ Creo que he transformado vidas. Eso es lo que me hace feliz. Ahí es donde encuentro la motivación para mi vida.”
La esperanza de una generación, la promesa de Dios
Llacsa también cree que los jóvenes adultos de su generación tienen el potencial de cambiar vidas al entablar una relación con Cristo y a través de su participación en la Iglesia.
“Los jóvenes adultos son personas vibrantes, inteligentes y apasionadas. Necesitamos su ayuda, y Dios los necesita”, dice. “[Sin embargo] a veces debilitamos nuestra fe al perder nuestro enfoque en Cristo. Muchas veces, dejamos que las cosas externas afecten nuestra relación con Dios.
“Como joven adulto, compruebo que mi fe tiene altibajos. Hay momentos en los que miro más intencionadamente a Dios, y otras veces dejo que las rutinas diarias me alejen de Él. En esos momentos, confiamos más en nosotros mismos que en Dios. Simplemente tenemos que entregarnos a Él, como hizo Jesús.”
Llacsa ha aprendido que su propia paz y propósito siempre ha llegado—especialmente en los momentos difíciles—cuando ha puesto su confianza en Dios.
“Estoy agradecido por todos los momentos difíciles que Dios me ha dado. Cuando miro algunas situaciones de mi vida con los ojos de un ser humano, me parece que es terrible, que es un desastre. Sin embargo, cuando los miro con los ojos de la fe, todo tiene un propósito.
“Me ayudaron a conectar con Dios, a tener historias que compartir con mi gente.
“¿Dónde vas a conocer a Dios? En la adversidad. Dios te empuja porque sabe que puedes hacer cosas maravillosas. Si te arriesgas por Dios, Él te mostrará tus virtudes, tus dones. Tenemos que servir al pueblo de Dios con nuestros talentos, dones y santidad.” †